No quiero que el día se acabe, ni que el sol sea cada vez más oblicuo. Necesito el calor de tus rayos acariciando mi piel. Me cuesta lo indecible recuperar la forma; subir las cuestas, luchar contra al viento y escupirle a la cara. Los kilómetros pasan en forma de linea discontinua por el rabillo del ojo izquierdo: una, dos, tres, otra más, la siguiente. Metro a metro van quedando atrás implacablemente, tal como el viento frío y cortante muerde mi rostro y piernas, y, le escupo sin rencor, solo por aclararme la garganta. Un largo, empinado y obstinado puerto aparece después de una curva, la dirección del viento cambia, me da de espaldas. Tenso los músculos sin variar el cambio durante los primeros metros; me levanto y observo los cuadriceps como se marcan sobre la piel. Pongo el plato mediano y vuelvo a sentarme, la frecuencia aumenta y rompo a sudar. Huele a pino y a rastrojo, puede que a animal muerto; esquivo algunos insectos, los que veo, lo que me hace recordar a los seguidores de cierta religión para los que cualquier tipo de vida es sagrado. Me levanto cuando la frecuencia baja hasta encontrar el punto y vuelvo a sentarme. Se acerca el final, lo puedo ver, lo conozco, lo he visto otras veces. Hay un remanso.
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