ace tiempo que en algunas calles huele mal. Un aroma desagradable sube y baja según el viento cambia; lo habrán notado más en algunas calles en donde hay más sucursales, sí, más y mejores sucursales de afamadas entidades bancarias. Empezó con algún tufo esporádico, al principio se culpó a los indigentes que hacían de todo en los recodos de los cajeros automáticos. La cosa fue a peor y nadie se atrevió a levantar la voz, casi todos se resignaron al aroma como se habían acostumbrado a soportar a sus parejas y a sus hijos. Pero las cosas han escapado a todo límite razonable. Algunas criaturas atrapadas en la sinrazón han sufrido ataques de locura, otras se han suicidado; todo eso no me importa, la verdad, el suicidio y la locura no es lo peor cuando uno se enfrenta al hedor bancario. Todo debió de comenzar cuando a alguien se le ocurrió que multiplicar el dinero era cosa buena y encontró una fórmula para hacerlo; bajo un discreto secreto se comenzó a enriquecer a muchos desarrapados y se invento el retroprogreso social. Al principio no parecía que oliese particularmente a nada desagradable y tenía muchas ventajas.
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