Varias veces he bajado por esta sinuosa y estrecha carretera de
Arranca esta carretera a la altura del Padul, deja los campos, antaño de trigos verdes, hoy baldíos, y se adentra en una espiral de pinos y chaparros, curvas traicioneras, barrancos profundos, parajes alucinantes. La prudencia se impone.
Cuando la carretera comienza a bajar agarrándose peligrosamente en cortados de piedra, poniendo los pies en estrechos puentes voladizos, no te percatas que el flujo marino pulula ya por los barrancos, corre por las crestas de las empalizadas pétreas, porque el vértigo de la hondonada reclama toda tu atención y no prestas atención a otras cosas.
Al salir de un recodo torcido y traicionero recibes un impacto blanco, una llamarada de cal en la lejanía, es Lentejí, pueblecito montañero y recoleto que está encaramado en la cornisa. La bajada sigue presentándote un rosario de vueltas escarpadas, de saltos en la verticalidad hasta llegar a Otívar, guardián de Cázulas. A partir de aquí los taludes se pierden, la incertidumbre del camino se atempera, la verticalidad comienza a tener menos protagonismo, ahora son los huertos de verde encendido los que llaman tu atención y, de golpe, te topas con Jete, pequeño y recatado.
Ya en las márgenes del río Verde, corres entre el verdor apacible del aguacate, las ásperas hojas de níspero y los aterciopelados chirimoyos hasta llegar a Almuñécar, punto y final de esta carretera angosta y serrana, que tiene un atractivo provocativo pero que no puedes fiarte de ella porque es una amante traicionera.
Como veis este viaje no lo he coloreado mucho; conducir y captar la luz jugando al escondite entre las peñas es difícil; distinguir los colores derretidos de las pedrizas y la retama mientras vas con la vista en la carretera es casi imposible; percibir el humus asfixiado que sube de los barrancos cuando tus sentidos están atentos a las curvas no es posible; al volante solo ves ramalazos fugaces, casi agónicos, de de luz y de color.