THORMENTOS.
En una avenida de rio importante a la altura del último meandro, se encuentra un portalón vetusto pero bien conservado, en una entrada de mármol de carrara dominado, sorprenden a cada lado dos gárgolas entre ventiscas ariscas de arena de un desierto antes oasis de espejo falso (fiasco), que bombean a un corazón sangre helada como la escarcha de los amaneceres de la soprano, que sube las escaleras antes con baranda, tres pasos atrás, respiro y miro fijamente sus ojos hoy rosas, ayer verde chocolate mentolado, sonríendome sus medias maya fina con ribete de locura interna, recorro con mi lengua fresa, hasta el liguero de tender pasiones olvidadas, pinza que pellizca mi suave mejilla, rasgándola, afeando mi beso oscuro, casi negro, de rodillas, extraña conjunción entre el corazón y el alma, en el descansillo sin descansar me observan unas hienas en el montículo de su doble duna esperando que las teas del automático se apaguen a la luz de las velas amarillas, conejos sin cerillas se consumen en tres caladas bien besadas y en la noche cancionera el alma riega de blanco y espeso suero su garganta secreta, sonríe en vertical y enmudece, ciega, cierra las piernas enredadas de seda negra y sus zapatos de aguja tibia, repasan con su lengua las puntas de los míos, postes de luz con grandes transformadores iluminan mi reflejo sombreado, no mires dentro de mí que estoy tatuado de luna viva, sudo frio, trémulo.