Me cuenta, perplejo, Pánfilo mi jubilado de plantilla, que desde hace poco todo el mundo está empeñado en hacerle saber que es genial. Sobre todo desde que colabora en diversos programas culturales sin cobrar. Y no le gusta porque él ha vivido hasta ahora con la confortable y poco exigente conciencia de que es una persona mediocre. “Lo que no saben los que me halagan”, se confiesa, “es que tengo el don de que, cuando alguien me abraza y se deshace en elogios hacia mi persona, puedo percibir lo que realmente está pensando de mí. A una novia que dijo amarme y sentirse totalmente realizada, desde el punto de vista erótico, en su trato conmigo, le leo el pensamiento y me entero en cuanto la saludo, por este puñetero don que tengo, que me considera un amante mediocre. Lo mismo me ha pasado con amigos de toda la vida”, se me queja Pánfilo, “que en más de una ocasión me hicieron creer que yo era cojonudo, pero que, cuando me abrazan, por este puñetero don que tengo, me entero de que me consideran una auténtica medianía desde el punto de vista intelectual. Compañeros de trabajo, tenderos, fruteras que en más de una ocasión me mostraron la alta consideración en que me tenían, cuando los he saludado después, mientras que seguían echándome flores, por este maldito don que tengo de saber lo que piensa la persona que me toca y me saluda, me entero de que me consideran normalito tirando para corrientucho. No es que yo les quite la razón del todo. Pero repasando mi biografía, sí hay en ella momentos de cierta brillantez”, concluye. Luego, humilde, Pánfilo me confiesan que no dan ni para un capítulo de unas memorias. Y que envidia a los presidentes del Gobierno que en cuanto se retiran –o los retiran- del cargo, no hacen nada más que darles el coñazo a sus sucesores y amenazarlos constantemente con un nuevo volumen de sus memorias. “En la Mimbre”, me dice Pánfilo, “sin ir más lejos, hubo un tiempo en el que me recibía todo el personal de este restaurante de la Alhambra en pie y formado en doble fila, como si fuera el rey emérito. Lo hacían por el amor extraordinario que yo mostraba hacia sus comidas y la delectación con que las engullía. En cuanto me veían llegar, algún camarero, gritaba: “¡atenta cocina, el tomate de don Pánfilo!”. E inmediatamente después de rendirme honores, lo tenía aliñado sobre la mesa. No es genial, no da para unas memorias, pero en clase pobre, era superagradable”.
↧