Que hay premios Nobel que se conceden más allá del merecimiento de quienes lo obtienen se sabe desde hace mucho tiempo. Sucede, sobre todo, con el de Literatura y el de La Paz. Porque, ¿cómo podemos tomarnos en serio un premio, el de La Paz, que se ha concedido a verdaderos asesinos peligrosos, como Kissinger, a políticos no menos peligrosos, como Simón Pérez, o Yasir Arafat, quien, pese a su lucha por el pueblo palestino, no es que haya sido precisamente un defensor de la no violencia, a algunos expresidentes o presidentes norteamericanos, sin otro mérito que el de haber ostentado ese cargo, o incluso, como sucedió el año pasado, a Obama, a quien se le concedió en función del futurible 'lo que pudiera hacer por la paz del mundo en el futuro'?
Con los Nobel de Literatura pasa algo similar porque, en algunos casos, nos queda la duda de saber si se concedieron por la calidad literaria del galardonado o por sus posicionamientos políticos, como en el caso de Aleksandr Solzhenitsyn. El concedido este año a Mario Vargas Llosa da la impresión de que tiene mucho que ver con la deriva conservadora de Europa y con la identificación del escritor con tales posicionamientos, aun sin poder negarle su calidad literaria. Se pudo comprobar en el canto al liberalismo que hizo en su discurso pronunciado ayer en la Academia Sueca, en sus ataques al castrismo, o a los dirigentes de Venezuela y de Bolivia.
Y permítanme una reflexión sobre Cuba y el castrismo a propósito de las palabras de Vargas Llosa, porque a algunos nos resulta difícil condenarlo sin haber podido verificar cómo hubieran podido vivir los cubanos en un régimen de igualdad y socialismo, de no haber existido desde hace decenios el bloqueo bestial al que viene siendo sometida la isla. De no haber sufrido este feroz bloqueo, tal vez los cubanos podrían vivir mejor que nosotros, gozar de una vida muy diferente a esta a la que nos está abocando el capitalismo salvaje de una Europa que ha olvidado a sus ciudadanos para solo rendir pleitesía a los mercados y al dios euro. Hace muchos años, una compañera de Facultad, hija de exiliados cubanos, me sorprendió al decirme con total sencillez y convencimiento: “Mis padres odian a Castro porque nos confiscó lo mucho que teníamos, pero desde que está la gente come todos los días, no hay explotación, y las desigualdades que había con Batista desaparecieron, la gente cuenta con una buena sanidad y una buena educación. Mis padres no lo pueden entender, pero yo lo comprendo perfectamente”. Aquella compañera de Facultad, de la que ni recuerdo ya su nombre, había salido de Cuba siendo poco más que un bebé, pero se escribía, ocultándoselo a su familia, con amigos de su infancia que permanecieron en la isla. De modo que, para algunas personas, entre las que me encuentro, resulta muy difícil calibrar las supuestas maldades del castrismo, sobre todo cuando se oye hablar a los expresos cubanos que fueron acogidos en nuestro país y que tan desagradables y quejosos se mostraron al llegar; habiendo, además, dejado traslucir en sus declaraciones que no se trataba de demócratas injustamente perseguidos, sino más bien de ultraconservadores entusiastas de los cubanos de Miami, de entre los cuales, algunos forman parte de lo más reaccionario de la política estadounidense, materializada en el Tea Party.
Vargas Llosa dedicó una buena parte de su discurso a evocar la heroicidad de las Damas de Blanco cubanas, a criticar democracias como la venezolana o la boliviana, países en los que sus presidentes, Chávez y Morales, accedieron al poder en limpias elecciones, circunstancia que no evitó que Vargas Llosa las calificase de “democracias payasas”, saco en el que también incluyó a Nicaragua. Aunque nada dijo del régimen golpista de Ecuador.
El Nobel de Literatura, que hizo un espléndido discurso cuando se refirió a su oficio de escribidor y a su pasión por la lectura, desbarró después cuanto quiso, y hasta se puede sospechar que un poco más, al dejarse llevar por un recalentón de ese bolígrafo del que dicen que nunca se desprende, o del teclado de su ordenador. Porque con sus alusiones al terrorismo suicida, a las armas de destrucción masiva y a similares peligros para las democracias de Occidente, parecía que hablaba por boca del integrista George Bush, como pareció estar hablando por boca de Aznar cuando la emprendió con los nacionalismos de este país de países, de los que dijo que “no hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del ‘otro’, siempre semilla de violencia, con el patriotismo”; solo le faltó lamentarse con idéntica lamentación de la que echan mano plañidera los miembros del PP, aquel estribillo de "España se rompe". Vargas Llosa habló de “balcanización”, de exclusiones y cómo no, de la perfección de las democracias liberales, las cuales constituyen para el escritor la cara hermosa frente a la fea de los estatalismos y socialismos, afirmándose en la idea de que el liberalismo es bueno y hace a las gentes más libres y felices. Las palabras del reciente Nobel de Literatura me dejaron presa de una duda, sin embargo. ¿Se referiría Vargas Llosa a ese liberalismo que en Europa está haciendo a los pobres más pobres y a los ricos más ricos, en nombre de la libertad de los mercados y la estabilidad del euro?
He de confesar que mi admiración por Vargas Llosa ha ido decreciendo en proporción inversa a su fama como escritor, siempre admirado y reconocido por sectores muy determinados con sus muy determinadas ideologías. Cuando salía de la adolescencia, lo admiré, y mucho, tras la lectura de su Conversaciones en la Catedral, Historia de Cronopios y de Famas, me reí con Pantalón y las visitadoras y me conmoví con La tía Julia y el escribidor; quizá, desde mi perspectiva subjetiva y personal, lo mejor de la obra del literato galardonado este año con el Nobel. Luego, no sé si por sus declaraciones políticas o porque su novela “La Guerra del fin del mundo” se me cayó de las manos, me fui distanciando de él y de cuanto iba escribiendo en la misma medida en que los artículos publicados en el diario que alberga este blog me causaban en muchas ocasiones una profunda irritación.
No obstante, la primera parte de su discurso, la que versó sobre literatura, resultó espléndida, o así me lo pareció, un verdadero canto al oficio de escribidor y al diletante de la lectura. Sus remembranzas de los sentimientos y las fantasías que le despertaban de niño o de adolescente las lecturas de Verne, de Dumas o de Víctor Hugo, las que le permitían compartir viajes con el Capitán Nemo, aventuras con los Tres Mosqueteros o cuitas con Jean Valjean, puedo hacerlas mías con facilidad, como todos quienes las gozaron en su adolescencia, supongo, logrando el Nobel que nos identificásemos con su admiración emocionada por los libros que nos permiten evadirnos a otros mundos y vivir tantas vidas como las de los personajes de las novelas leídas. Y quizá por eso precisamente resultó una verdadera lástima que Vargas Llosa no se limitara a hablar de literatura, de la suya y de la de aquellos a quienes admira. Porque, sinceramente, cuando se puso a hablar de política e ideologías, como diría aquel personaje adorable, hija del mismo continente que Vargas Llosa, aquella niña repipi y demoledora salida de la imaginación de Quino, la pequeña, morena y poco agraciada pero inteligentísima Mafalda... la pifió