“Los templarios, además de guerreros, eran hombres religiosos y cultos. Como tales, poseían bibliotecas, con sus scriptoriums, al estilo de cualquier monasterio, conteniendo toda clase de manuscritos, adquiridos o de elaboración propia. Poca cosa, sin embargo, es lo que nos ha quedado de las bibliotecas templarias. ”
“La Inquisición entró a saco en ellas durante el proceso de disolución. Los libros poco ortodoxos ardieron en las piras junto a muchos de sus dueños, aunque es posible que algún volumen fuese a parar a los depósitos secretos del Vaticano. A partir de 1312, cuando finalizó el reparto de los bienes templarios, los volúmenes que consiguieron pasar por el ojo de la aguja inquisitorial entraron a formar parte del patrimonio eclesiástico, de otras órdenes, de la Corona o de algunos nobles, y su memoria se esfumó. ”
“Aunque no del todo. El pueblo llano había reconocido, siquiera instintivamente, el valor del legado cultural templario, y quiso que, junto a los tesoros puramente materiales, se conservara el recuerdo de otros de índole intelectual, quizá menos atractivos para el hombre iletrado carente de los conocimientos necesarios para disfrutar de tal legado en caso de hallarlo, pero no por ello menos interesante, puesto que representan instrumentos de poder, ya que están referidos no al orden material del oro, sino al espiritual,que puede proporcionar acceso a esferas de trascendencia.”
Hay una tradición muy significativa respecto a los libros templarios heterodoxos, puesto que es contemporánea de la extinción de la Orden y nos pone tras la pista de sus libros prohibidos como algo que pudo tener existencia real. El 13 de abril de 1310, los comisarios pontificios que instruían el proceso contra el Temple en Francia recogieron el testimonio del notario Raúl de Prael, quien declaró que el comendador templario de Laon le había dicho lo siguiente:
“Existe un pequeño compendio de estatutos de la Orden que de buen grado enseñaría, pero hay otro más secreto que no mostraría por nada del mundo”. Es curioso que catorce días más tarde, el 27 de abril de 1310, los nuncios de la Santa Sede que estaban instruyendo el proceso contra el Temple en el reino de Castilla, escuchasen a un testigo declarar haber oído decir que, “al visitar ciertos franciscanos al Maestre del Temple, frey Rodrigo Yáñez, en Villalpando (Zamora), lo encontraron leyendo un pequeño libro y, al verlos, se apresuró a guardarlo en una arquilla.
Al preguntarle qué libro guardaba con tantas precauciones, el Maestre contestó que si éste llegaba a determinadas manos podría acarrear grandes daños a su Orden”.
Para los historiadores “académicamente puros”, el misterio parece resolverse imaginando que el volumen era la Regla latina, de todos conocida, concedida por el Concilio de Troyes en 1129, por la que se guiaba el Temple en aspectos generales; y el volumen secreto consistía en los Retrais, o “Estatutos Jerárquicos”, las “reglas de régimen interno” que, hacia 1165, habían establecido los propios templarios para el gobierno práctico de su vida diaria y que estaba únicamente en poder de los mandos superiores.
No obstante, incluso aceptando esta explicación, constatamos ya una “voluntad de secreto” en la Orden respecto a sus libros. ¿Existe algo más detrás de dicha actitud?
Aunque, en una búsqueda superficial, no encontramos entre los caballeros más que el tipo de escritores corrientes de su época: traductores, biógrafos, predicadores, poetas, legisladores, moralistas e historiadores, no todo es tan simple. En la Edad Media, los escritores ocultistas, cabalistas o esoteristas, eran algo común y corriente, tanto en las “Cortes de amor” de los nobles, como en los scriptoriums de los monasterios. Y si los templarios eran en todos los aspectos hombres de su tiempo, ¿acaso iban a ser diferentes en esta faceta? ...